EL VIERNES SANTO

Nunca hubo en el hombre tanta ausencia de Dios, querido hermano, como hoy; nunca tanta ausencia como hoy. Hoy el Diablo entró dentro del cuerpo del hombre con el fin de desvanecer la esencia de Dios-hombre. Hoy todo el mal se instaló en el cuerpo humano para expulsar a Dios. Hoy todo el infierno emigró hacia la Tierra. ¿Acaso es posible que alguien recuerde que la Tierra fue alguna vez el Paraíso? La caída del hombre hoy en día es incomparablemente más grande que la primera caída: aquella vez, el hombre se alejó de Dios; pero hoy él ha crucificado a Dios, ha matado a Dios. ¿Cómo deberíamos llamarte, ¡Oh, hombre! sino Diablo? Esto sería degradar al Diablo. El Diablo nunca fue tan malo, nunca tan ingeniosamente malo como el hombre. El Señor Jesucristo descendió al infierno, pero no fue allí donde fue crucificado. ¡Nosotros lo crucificamos! ¿No es acaso el hombre peor que el Diablo? ¿No es la Tierra más calurosa que el infierno? Cristo no fue expulsado del infierno, pero hoy el hombre Lo expulsó de la Tierra, Lo expulsó de su cuerpo, de su alma, de su ciudad…

         Una cuestión maléfica se ha deslizado hasta el asiento de mi alma y de modo engañoso me pregunta: ¿pudo haber sido bueno el hombre alguna vez si pudo crucificar a Cristo? ¿Crees en el hombre, estás orgulloso de él, eres optimista? ¡Oh! Mira a la humanidad en vísperas de Viernes Santo, observa a esta humanidad que ha asesinado al Dios-hombre y di: ¿Todavía eres optimista? No estás avergonzado porque eres un hombre? ¿Acaso no puedes ver que el hombre es peor que el Diablo?

         Olvida todos los días anteriores y todos los posteriores al Viernes Santo. Confina al hombre a las horas del Viernes Santo: ¿acaso no es el vórtice de todo lo malo, el circo de todas las tentaciones, el depósito de todas las inmundicias? ¿No se ha enloquecido la tierra a causa del hombre? ¿No ha mostrado hoy el hombre acaso que en verdad él es la raíz de la locura?

         El Juicio Final, hermano, no será más terrible que el Viernes Santo. No, será incomparablemente menos terrible, porque entonces Dios juzgará al hombre; pero hoy el hombre juzga a Dios. Hoy Dios está bajo Juicio Final, la humanidad lo juzga. Hoy el hombre tasa a Dios, valuándolo en 33 piezas de plata, pone precio a Cristo en 33 piezas de plata. ¿Podría ser éste el precio final? ¿Podría ser que sea Judas nuestra última palabra acerca de Cristo?

         Hoy la humanidad condena a muerte a Cristo. Esto es el motín más grande en la historia del Cielo y la Tierra. Ni siquiera los ángeles caídos cometieron algo semejante. Hoy se lleva a Dios al Juicio Final. El mundo nunca antes vio a una víctima tan inocente ser condenada, y tampoco un Juicio tan poco fundado. Dios nunca había sido burlado tan terriblemente. Hoy todas las tormentas del infierno entraron en el hombre y ridiculizaron a Dios y a todo lo que es Divino. Hoy se rieron de Aquél que nunca se reía. Es dicho que el Señor Jesús nunca reía, sino que por el contrario siempre lo veían llorar. Hoy es desgraciado Aquel que vino a traernos gloria; hoy atormentamos a Aquel que vino a salvarnos del tormento; hoy es entregado a la muerte Aquel que trajo la vida eterna. ¡Oh, hombre! ¿Hay acaso algún límite para tu irracionalidad? ¿Hay acaso algún límite a tu caída?

         La Cruz, el más ignominioso regalo, le dimos a Aquel que nos dio vida eterna. ¡Oh, tú leproso! Él te limpió de tu enfermedad, ¿puede ser por ello que le diste a Él la Cruz? Y tú, ¡oh, hombre ciego! tus ojos han sido abiertos por Él; pero seguro que no lo hizo para que pudieras ver la Cruz y clavarlo a Él en ella. Hombre muerto, Él te levantó de la tumba; ¿acaso pudo haberlo hecho para que tú puedas llevarlo a Él a su tumba? Con su Buena Nueva, hermano, el más querido Jesús ha dulcificado el amargo misterio de nuestra vida. ¿Por cual de estos regalos que recibimos de Él, es que nosotros le devolvemos tal amargura?

         “Mi gente, ¿qué les he hecho? ¿Acaso no colmé Judea con milagros? ¿Acaso no levanté al muerto con una sola palabra? ¿Acaso no curé toda enfermedad y debilidad corporal? ¿Y qué me has dado? ¿A cambio de mi cura, que tú me has dado heridas; a cambio de la Vida – tú estás matándome y clavándome en el Árbol?

         Viernes Santo, hermano, es nuestra vergüenza, nuestra infamia y desgracia. En Judas Iscariote había un poco de cada alma humana. Si no hubiera sido así, entonces nosotros seríamos faltos de pecado. A través de Judas todos nosotros caímos, todos nosotros hemos vendido a Cristo, todos nosotros hemos traicionado a Cristo y aceptado al Diablo, habiéndonos hecho amigos de Satanás. Sí, Satanás. Porque está dicho en el Santo Evangelio: “Y después del bocado, Satanás entró en él” (S. Juan 13:27). ¿Luego de que bocado? Luego del pedazo de Pan que Cristo le dio, luego de la Comunión, luego de haber tomado el cuerpo de Cristo mismo. ¿Puede haber una caída peor, un horror más grande?

         ¡Amor por el dinero, tú has traicionado al Señor Cristo! ¡Amor por el dinero, tú Lo has traicionado hoy mismo también. El amor por el dinero convirtió a Judas, que era discípulo de Cristo, que estuvo presente en todos los milagros de Cristo, quien por el Nombre de Jesús limpió a leprosos, curó enfermos, levantó a los muerto, expulsó espíritus malignos, a éste Judas lo convirtió en un traicionero y asesino de Cristo. ¿Cómo no va a corrompernos y convertirnos asesinos de Cristo a nosotros? ¿Cómo no va a corromperme a mí que no he visto a Dios en cuerpo, que no he limpiado leprosos, ni curado al enfermo ni levantado al muerto en Nombre de Jesús? Judas estuvo un largo tiempo con Aquél que no tenía lugar para apoyar su cabeza, que con el ejemplo y la palabra nos enseñó que no era necesario llevar oro y plata. ¿Y qué hay de nosotros, de mí y de ti? Tú no puedes alegrarte en la pobreza, hermano, no puedes estar contento en la pobreza: debes saber entonces que tú también eres un candidato a ser un Judas. No preguntes: “¿Es que soy yo, Señor?” (S. Mateo 26:22), porque ciertamente escucharás la respuesta: “Sí, tú lo has dicho” (S. Mateo 26:25). Si tú peleas por la riqueza, si tú estás sediento de corazón por tu ambición de dinero, entonces debes saber que Judas está creciendo dentro de ti. Hermano y amigo, recuerda por toda tu vida: el amor al dinero crucificó a Cristo, asesinó a Dios; el amor al dinero tornó a un discípulo de Cristo en un enemigo de Cristo, un asesino de Cristo. Y no sólo eso: mató a Judas mismo. El amor al dinero posee esa maléfica característica de hacer del hombre no sólo un asesino de Cristo, sino también un asesino de si mismo. Primero mata a Dios en el alma humana; luego, habiendo matado a Dios en el hombre, mata al hombre mismo.

         La muerte es un misterio temible, hermano, pero es más temible cuando los hombres condenan a muerte a Dios y quieren matarlo enteramente, eliminarlo completamente, de forma tal que Él esté completamente muerto, sin ningún resto. Hoy en día la humanidad es más temible que Dios, porque ella ha atormentado a Dios aunque Él nunca atormentó a nadie; porque ella escupió sobre Dios aunque Él nunca escupió sobre nadie; porque ella atacó a Dios aunque Él nunca golpeó a nadie. ¡Estemos todos en silencio, todos los que nos llamamos hombres! “Que todo cuerpo mortal esté en silencio” (Himno de la Liturgia en Sábado Santo). Que nadie aprecie al hombre, que nadie aprecie a la humanidad, porque mira: la humanidad no lleva a Dios dentro de sí, Lo asesina. ¿Puede alguien ostentar semejante humanidad? ¡Que nadie aprecie al humanismo! No es otra cosa que satanismo, satanismo, satanismo…

         Hoy no los demonios, no las bestias feroces ni los chacales, sino los hombres, tejieron una corona de espinas alrededor de la cabeza de Cristo. Ellos adornaron con una corona de espinas la cabeza de Aquel que adornó al hombre con inmortalidad. ¡La humanidad enrosca una corona de espinas alrededor de la cabeza de Aquél que tejió la diadema de estrellas alrededor de la Tierra! Nosotros estamos tejiendo una corona de espinas para Cristo, tanto tú como yo, amigo, si es que somos amantes del dinero, si es que somos adúlteros, si es que somos blasfemos, si es que nos gustan las habladurías, si es que somos borrachos, miserables, irascibles, pensadores de pecaminosos pensamientos, o tenemos sentimientos impuros, si no tenemos fe, si no tenemos amor. Cada pecado mío, cada uno de nuestros pecados es una espina añadida por nosotros a la corona de espinas que la humanidad insana teje sin cuidado alrededor de la cabeza de Cristo.

         En el tormento de Dios, el hombre demostró ser menos misericordioso que el mismo Diablo. ¿Tú no lo crees así? Escucha lo que nos dicen los testigos: “Cuando ellos escupieron su rostro” (S. Mateo 26:67), su rostro, su maravilloso y precioso rostro. ¡Oh, Señor! ¿Por qué no has llenado sus bocas con lepra y convertido en heridas abiertas? ¿No es acaso para enseñarnos paciencia y mansedumbre? Ellos escupieron esa maravilla, ese buen rostro, más preciado que todas las constelaciones, que toda bendición. ¿Qué estamos diciendo? Sí, más grande que todas las bendiciones, porque en aquel manso rostro estaba toda la plenitud de eternas bendiciones, toda la plenitud del regocijo eterno… Ellos escupieron ese luminoso rostro, delante del cual el mar se hizo humilde y calmo; ese rostro que calmó almas alteradas por la tempestad y les dio descanso. ¿Y tú ostentas la humanidad? ¡Cierra los carteles, gusano, insignificante! Nadie, nadie debería estar más avergonzado de sí mismo como el hombre – ninguno de los demonios, ninguna de las bestias feroces, ninguno de los animales… El hombre escupe a Dios – ¿hay algo más maligno que esto? Hermano, si no hubiera habido Infierno, debería haberse pensado para el hombre, para el hombre solo…

         Él, el Creador y Dios, fue escupido y atacado, pero Él, manso y silencioso, soportó todo. ¿Tienes alguna excusa, tú que a todos los insultos contestas con insultos, a todo mal con mal, maldices cuando eres maldecido, odias cuando eres odiado? Contestando al mal con mal, tú escupes al Señor Cristo; odiando a los que te odian, tú golpeas y atormentas a Cristo; contestando a los insultos con insultos, tú humillas al Señor Jesús, porque Él nunca hizo semejante cosa.

         Pilatos entrega al manso Señor para la crucifixión. La gente Lo lleva en etapas, de sufrimiento en sufrimiento, de una burla a otra. Ellos crucifican al humillado Dios y lo clavan a la Cruz. ¿Seguramente no puedes olvidar los clavos en las manos de Cristo, en las manos que curaron a tantos de sus enfermedades, que limpiaron a tantos leprosos, y que levantaron a tantos de la muerte? ¿Puede ser que la boca que habló como ningún otro hombre lo había hecho, sea silenciada? Jairo ¿dónde estás tú? Lázaro, ¿donde estás? Viuda de Naín, ¿dónde estás tú, que deberías defender a nuestro Señor? ¿Puede ser que tú estás crucificándolo, a Él que es la esperanza de los desesperados, el descanso de los cansados, los ojos del ciego, los oídos del sordo, la resurrección del muerto? ¿Puede ser que aquellos pies que trajeron paz, que propagaron la Buena Nueva, que caminaron por agua como por tierra seca, que asistió a todos los enfermos, al muerto Lázaro, y al poseído hombre de los gadarenos, aquellos pies hayan sido traspasados con clavos?

         Dios es crucificado. ¿Están satisfechos, ustedes los que luchan contra Dios? ¿Están tranquilos, asesinos de Dios? ¿Cómo califican a Cristo en la Cruz? Como  engañador, tonto, seductor; ¡Si Tú eres el Hijo de Dios, baja de la Cruz! ¡Oh, Tú que construyes el Templo en tres días, sálvate a Ti mismo y desciende de la Cruz!

         ¿Qué es lo que el Señor en la Cruz piensa acerca de las personas más allá de la Cruz? Sólo aquello que el Dios del amor y la mansedumbre podí­a pensar: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. En verdad ellos no saben lo que le están haciendo a Dios en el cuerpo.

         ¿Podrí­a haber sido más fácil para el Señor en el cuerpo que sobre la Cruz? Créanme que más difí­cil que si yo tuviera en cada poro medio demonio. Porque la diferencia entre Dios y el hombre es infinitamente más grande que entre el Diablo y el hombre; entre la muerte y Dios más que entre la muerte y el hombre. El Salvador sintió aquel tormento: su naturaleza pura e inmaculada se reveló contra la muerte, y Él, viendo la muerte frente a Él, “comenzó a perturbarse y a quedar oprimido; “Mi alma está afligida hasta la muerte”.

         Si hasta Dios es oprimido, si hasta Dios es perturbado ante la muerte, entonces dime: ¿acaso hay algo más temible para el hombre que la muerte? ¿Hay algo más terrible que la muerte? Si la muerte es difí­cil para Dios, mucho más lo es para el hombre. No hay nada más difí­cil para el hombre que la muerte, ya que ella representa la separación más grande del hombre respecto de Dios. La Humanidad de Cristo sintió esto y confesó con dolor: “¿Dios mí­o, Dios mí­o, por qué me has abandonado?”. Así­ lloraba el Unigénito Hijo de Dios, Consubstancial con el Padre, unido en Su plenitud con el Padre. ¿No es éste el mejor indicio de que la muerte es una fuerza que nos separa de Dios, nos distancia de Dios, nos divide de Dios?

         Ellos crucificaron a Dios. Hombre, ¿qué más quieres? Si no hubiera sido por el buen ladrón, tú no hubieras sido justificado. Empero para él, la tierra hubiera seguido siendo el Infierno desde entonces. Cuando todos los discí­pulos eran tentados a dudar de Cristo, el ladrón confesó a Él como Señor y Rey: “Acuérdate de mí­, ¡oh, Señor!, en tu Reino”. El ladrón – él es nuestra esperanza, porque él creyó en Cristo como Dios cuando todos habí­an perdido su fe en Él, porque él creyó en Jesús como Señor, cuando Jesús era burlado, ridiculizado y torturado, cuando Él fue condenado como un hacedor del mal, cuando, como un simple Hombre, Él sufrió horriblemente y fue atormentado.

         Mas mientras los hombres escupen a Dios, mientras los hombres crucifican a Dios, toda la naturaleza protesta contra ello: “Entonces desde la hora sexta hubo oscuridad por toda la Tierra hasta la novena hora… Jesús, cuando exclamó otra vez a gran voz, expiró el espí­ritu. Y he aquí­ que el velo del templo se rasgó en dos desde arriba hasta abajo, la Tierra tembló, las rocas se rasgaron; los sepulcros fueron abiertos, y muchos cuerpos de las santos que dormí­an se levantaron.

         Cuando los hombres terminaron de ridiculizar a Dios y se silenciaron, el Universo habló, las piedras hablaron, mostrándose más responsables que el hombre, más reverentes hacia el dolor de Cristo. Y el sol habló: esta temible luz nuestra oscureció su propia luz. La luz fue avergonzada en aquello que el hombre se regocijaba… Los muertos en sus sepulcros oyeron el lamento de Cristo, y caminando, lucharon desde sus tumbas, mientras que hombres vivientes estaban parados frente a la Cruz, con almas muertas dentro de sus cuerpos. “Hoy el velo del templo fue rasgado para exponer a los ingobernables y el sol ocultó su luz, al ver al Señor crucificado”.

         “Todas las cosas sufrieron junto con el Creador de todo”. Sí­, todas las cosas y cada una de ellas tenían piedad del Señor crucificado, todas las cosas y cada una de ellas, excepto el hombre, excepto la gente. Incluso cuando Él estaba en la Cruz, toda la creación reconoció  Cristo como Dios y Lo confesó como Dios. Y desde la Cruz, Cristo se mostró a  Sí­ mismo como Dios. ¿De qué manera? En su contestación al ladrón. ¿Y en qué otro momento? En su rezo por sus enemigos: “Padre, Perdónalos porque no saben lo que hacen”. En verdad, los hombres no saben lo que están haciendo con Cristo. Con despiadada torpeza los hombres crucificaron a Cristo, y en su ignorancia, ellos Lo crucifican hoy. Porque si lo hubieran sabido, ellos no habrí­an crucificado al Señor de la gloria. El Señor vino a este mundo de modo sumiso y con humildad. ¿Existe acaso más grande sumisión y humildad que cuando Dios se hace Hombre y se viste a Sí­ mismo con el perecedero, delgado e insignificante cuerpo humano? Y asimismo, el Señor dejó el mundo con sumisión y humildad; Él lo dejó sumisamente, rezando por los que Lo atormentaban. Los hombres no saben cuán grande es este amor, esta sumisión, esta humildad cuando Dios permite a los hombres que Lo juzguen, que Lo ataquen, que Lo maten.

         Temible es la elección de Cristo en la Tierra incluso hoy dí­a, hermano. Cada uno de mis pecados es Viernes Santo para Él. Si yo tengo cuatro pecados, yo mismo he clavado al Señor Jesús a la Cruz. Cada uno de tus pecados, hermano, es para Él un tormento mucho mayor que para ti­ y para mí­. Cometiendo pecados, tú Lo estás crucificando. Cada pensamiento impuro, cada sentimiento lujurioso grita y clama: “Crucifí­cale, crucifí­cale”. ¿Acaso no es toda nuestra vida sobre la Tierra un interminable Viernes Santo para Cristo el Señor? Cada uno de mis pecados es un clavo que coloco en las manos del Señor sumiso; cada una de mis pasiones, una espina; todas mis pasiones, una corona de espinas que coloco sobre la cabeza de Cristo. Nuestra burla a Cristo es peor que aquella de los judí­os. Los judí­os podrí­an haber creí­do en Él menos, porque Él todaví­a no habí­a resucitado. Pero nosotros – a quienes Cristo ya hace veinte siglos que está dando poderosos testimonios de su resurrección – ridiculiza al Cristo resucitado, escupe sobre el Cristo resucitado, y una vez más crucifica a Cristo, ¡al Cristo resucitado! El sacerdote que mediante su mal ejemplo de vida hace que su rebaño se aleje de Cristo, ¿acaso no está crucificando a Cristo resucitado? El profesor o maestro que mediante sus enseñanzas en contra de Dios expulsa a Dios del alma de sus estudiantes, ¿acaso no atormenta y ridiculiza a Cristo resucitado? Cada cristiano que lo es sólo por nombre, ¿acaso no avergüenza a Cristo y escupe sobre Cristo resucitado?

Así es, nosotros incesantemente perseguimos a Cristo… ¿Cómo, cómo podemos perseguir a Cristo, dice alguno, cuando Él no está fí­sicamente con nosotros, cuando no vemos su cuerpo? ¡Oh, hermano! Nosotros perseguimos a Cristo cuando perseguimos Su Espíritu, Sus enseñanzas, Sus Santos, Su Iglesia. Nosotros perseguimos a Cristo cuando nos alejamos del mendigo, porque Él lo es en quien mendiga., cuando no vestimos al que le falta ropa, porque en él Cristo está desnudo; cuando no alimentamos al hambriento, porque en él Cristo está hambriento. En cada sufriente, el Señor Cristo sufre; en cada afligido, el Señor Cristo sufre. En su ilimitado amor al hombre, Él es encarnado incesantemente en los cuerpos de todos los hambrientos, de todos los enfermos, de todos los sedientos, de todos los afligidos, de todos los infortunados, de todos los rechazados, de todos los burlados, de todos los desgraciados, de todos los sufrientes, de todos los desnudos, de todos los exiliados. Él incesantemente toma para  Sí­ el cuerpo del hombre, sufre con él, es atormentado en él, se aflige en él. En su inmensurable misericordia, Él incesantemente se une a Sí­ mismo con ellos. Cristo es encarnado en cada cristiano. Escucha lo que dice: “¿Saulo, Saulo, por qué Me persigues?”. Porque si tú persigues a aquellos que creen en Mí­, tú Me persigues a Mí­; si tú escupes a los que creen en Mí­, tú Me escupes a Mí­; si tú atormentas a aquellos que creen en Mí­, tú Me atormentas a Mí­” (S. Mateo 25:40,45).

         No sólo para Cristo el Señor, hermano, sino para todo aquel que porta a Cristo, la vida en la Tierra es un incesante Viernes Santo. Cuanto más llevas a Cristo dentro de ti, más perseguido eres. Si tú eres de Cristo, considérate la inmundicia de la Tierra, en la que todos caen, así como Cristo tropezó. Cuando ellos te maldigan, tú bendice; cuando ellos te golpean, tú perdona; cuando ellos te odian, tú ama. Responde al mal con bien; lucha así como Cristo el Señor luchó: lucha contra el orgullo con la humildad, lucha contra la crueldad con sumisión, lucha contra el odio con amor, lucha contra los insultos con el perdón, lucha la contra la calumnia con la oración. Este es el camino de la victoria, el camino que el Señor Jesús tendió una vez y para todos; que a través del sufrimiento guía a la resurrección. Estamos en este camino, este único camino que culmina en la resurrección, si bendecimos a los que nos maldicen, si hacemos el bien a los que nos odian, si amamos a nuestros enemigos, si no nos enojamos cuando nos somos lastimados, si rezamos cuando abusan de nosotros, si seguimos firmes en nuestras oraciones cuando nos escupen.  Indudablemente nosotros estamos sobre el camino que culmina con la triunfante victoria sobre la muerte si, incluso cuando somos crucificados como Cristo, rezamos por nuestros martirizadores: “¡Señor, perdónalos porque no saben lo que hacen!”. Amén.

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